viernes, 26 de agosto de 2016

Sepan, amigos, que yo me llamo Jean Baptiste Leclerq, aunque la gente de mar, entre la que siempre me he movido, no me conoce sino por “El Francés” apodo con el que –me parece- pretenden afirmar mi parte francesa frente a mi otra mitad española que se la debo, ésta, a mi madre.



Vida y muerte de Jean-Baptiste Leclerq
(Memorias de un Negrero)

                        I


Sepan, amigos, que yo me llamo Jean Baptiste Leclerq, aunque la gente de mar, entre la que siempre me he movido, no me conoce sino por “El Francés” apodo con el que –me parece- pretenden afirmar mi parte francesa frente a mi otra mitad española que se la debo, ésta, a mi madre.
Cuando amanezca, para lo que faltan justamente dos horas y veinte minutos, los ingleses, que para esto de las ejecuciones suelen ser bastante puntuales, me van a conceder la honrosa distinción de morir en la horca, o, como dicen los manuales de Medicina Forense al uso, a ser colgado por el cuello hasta que el médico de este presidio certifique mi total e irreversible fallecimiento, instante en el que descolgarán de la soga mis restos mortales para, con toda la documentación oficial pertinentemente sellada y firmada, entregarlos a las autoridades españolas, restos que, por expreso deseo mío serán sepultados, a la espera del Juicio Final en la Villa de Málaga, ciudad en la que nací un dos de mayo de hace ya muchos años, muchos...no recuerdo cuantos, ni me importa.
La sentencia, firme e inapelable, fue dictada hace ya más de dos meses por el Gobernador de “La Roca”. Pero, como tampoco carecen, estos británicos, de sentido del humor, han aplazado mi ahorcamiento hasta el día de hoy para hacerlo coincidir así con el aniversario de la conquista de este Peñón que fue arrebatado por las armas a la soberania del Cristianísimo rey Felipe Quinto, que Dios guarde. Desde ayer por la tarde, el carpintero del presidio, Maese Pitt...Jonathan Pitt para ser más exactos, junto con su ayudante están levantando en el patio de armas el cadalso que puntualmente dará cuenta de mi persona. Y según me ha contado el oficial de guardia, el propio cadalso, una vez desmontado y desclavado, alimentará el horno y los fogones de la cocina del presidio; algo de mí, pienso yo, irá sin duda prendido en ese asado que mañana por la noche se coma el alcaide de esta prisión. También me sirve de consuelo pensar que al menos voy a tener una muerte rodeada de todos los fastos de un rey: las baterías de esta fortaleza lanzarán al aire, con gran estruendo, toda la polvora que durante la noche los soldados de artillería de su Graciosa Majestad han ido depositando en sus vientres de acero, y el pueblo de Gibraltar, tan aficionado como los otros pueblos a estos espectaculos ejemplificadores, va a tener mañana –digo- entrada franca a la Plaza de Armas de este presidio para verme bailar un minué, mi último minué con la señora de la guadaña mientras se remojan el gaznate con un generoso trago de ron, o una pinta de cerveza negra, que estos días se está vendiendo en las tabernas del puerto a la mitad de su precio, junto con una partida de bacalao noruego que el Gobernador ha regalado a la población gibraltareña para que hasta en las casas más humildes se celebre con el estomago lleno el expolio que cometieron contra los españoles en el siglo pasado.
El hecho de hacer coincidir mi ahorcamiento con una de las fiestas más importantes de este islote, no está en absoluto relacionado con la poca o ninguna dignidad de mi modesta persona, cuya existencia, hasta ahora, para nada le ha quitado el sueño, que yo sepa, a su Graciosa Majestad. La causa es completamente ajena a cualquier hito de mi tormentosa biografía: Por lo que he podido sonsacarle a este joven oficial que de vez en cuando acude a mi calabozo para cerciorarse de que en un arrebato de desesperación no haya derramado mis sesos por algún rincón de sus espesos muros, las relaciones entre las Monarquías británica y española no pasan por su mejor momento, y en Londres han querido vengar no sé qué desaire cometido por algún embajador de su Católica Majestad en el Palacio de Buckingham hace meses, ahorcando a un español el aniversario del mismo día en que ellos plantaron la unión jack en el punto más alto del Peñon y de un tamaño tal que los días claros de Poniente puede verse ondear desde el presidio de Ceuta, al otro lado del Estrecho. Claro, que solo ahorcan a medio español, porque mi otra mitad es de sangre francesa, bretona para ser más exactos. Mi padre, François Leclerqc, era natural de Saint Maló, un pueblo de marineros en el norte de Francia que le dio a este pais ilustres marinos e intrépidos navegantes, sin duda que para compensarla de los rebeldes nacionalistas bretones que ha ido pariendo para ella a lo largo de la historia. Mi padre, el tercer hijo varon de un farmaceutico ilustrado que participó heroicamente en el último levantamiento de La Vendèe, mi padre, digo, llegó a tierras de Andalucía acompañando a Napoleón como Cabo de Artillería cuando el emperador francés puso sus ojos en el trono español. Como presagio, sin duda, de que dejaría sus huesos en estas tierras, fue herido por unos guerrileros catalanes nada más atravesar los Pirineos, cerca ya de Puigcerdá, en una descubierta que hicieron para buscar agua. Yo, bien lo sabe Dios, no quisiera manchar en estos papeles la memoria de un difunto, y menos aún cuando ese difunto es mi padre, aunque se quitara de en medio nada más dejar preñada a mi madre pero parece ser que en Madrid, formó entre las filas de algún pelotón de fusilamiento durante las tragicas jornadas de La Moncloa; de todas formas, si eso es cierto, bien caro lo pagó cuando, después de la derrota de Bailen y siendo prisionero de guerra fue entregado en Jaen a la ira del populacho junto con otros compañeros de cordada. Pero antes de morir de forma tan cruel en las calles de la villa de Jaen le dio tiempo a dejar a mi madre en estado de buena esperanza: La conoció paseando con sus amigos de tropa por las playas de la Malagueta, se llamaba Lola Simón y trabajaba en la Fábrica de Cigarros. Por las noches, un poco por afición y otro poco por la necesidad bailaba fandangos en una taberna del barrio de Los Percheles. Yo a ninguno de los dos he llegado a conocer; mi madre murió de unas fiebres malignas a los pocos dias de darme a luz y mi padre, después de ser derrotado junto con su regimiento en la batalla de Bailén, murió,como ya tengo dicho, linchado por el populacho enfurecido entre las murallas de la ciudad de Jaen. Antes de que la gusanera del cementerio de San Rafael comenzara a ensañarse con las visceras de mi difunta madre, ya el párroco de la iglesia de la Trinidad, un tal Mosén Rojas, me depositó en el Orfanato del Obispado. Cuando tomé conciencia de mi orfandad, sobre los cinco o seis años de edad, y me informaron de mis antecedentes gabachos y de la horrible muerte con la que mi padre terminó sus días fui poco a poco apiadandome de este francés que no tuvo reparos en dejar preñada a una mujer y abandonado al fruto de sus instintos. Durante todos estos años no he dejado de preguntarme si mi padre tenía intención de venir a recogerme una vez terminada la guerra o no, pero cuando fui haciendome mayor y conociendo la maldad del género humano fui reafirmándome en los pensamientos más negativos.
Hace poco, mientras cenaba, he tenido que atender al señor Villodres, el encargado de negocios del Consulado español en Gibraltar el cual, al carecer yo de pariente cercano alguno que me haga de albacea, ha venido a ultimar conmigo personalmente, los últimos detalles del traslado de mis restos y de mi definitivo enterramiento en el Cementerio Civil de Málaga, ya que el Obispado de esa ciudad, que es la mía, me niega la sepultura en sagrado, como era mi deseo: Ya ven, a pesar de la vida tan disoluta que ha llevado uno, soñaba no obstante con un trocito de tierra en las espaldas de la Catedral, cerca del Muelle de Poniente, donde ver todas las tardes el regreso de las barcas de los pescadores. Entre las últimas voluntades que se me conceden–digo yo que será para consolarme del desplante que me ha hecho la Madre Iglesia- está de la de la propiedad del nicho que la Corona española me cede a perpetuidad para mí y para mis descendientes. El señor Villodres, en un enrrevesado lenguaje diplomatico trata de explicarme que las circunstancias de mi apresamiento, juicio y ejecución por una potencia extranjera con la que atravesamos uno de los peores momentos de nuestra reciente historia han sido las que han movido a nuestro gobierno a ese rasgo de generosidad tan inusual en condiciones normales. Yo le respondo que no tengo hijos ni sobrinos a los que legarle tan noble y piadosa herencia, pero que de todas formas me siento muy agradecido a su Majestad por tan hermoso gesto. Lo hace constar en sus papeles y me dice, mientras moja nuevamente la pluma en su tintero de mano que todos los gastos de traslado de mis restos corren por cuenta de nuestro Consulado. De vez en cuando, el buen hombre, acompañándose de alguna tosecilla nerviosa, se disculpa por tener que despachar directamente con el interesado (este es el eufemismo que emplea cuando se refiere a mi persona) un asunto tan desagradable como el que nos ocupa, mostrándose muy sorprendido de la indiferencia que yo aparentaba en el desarrollo de una conversación que, por su contenido, debia de hacer temblar a cualquiera que no fuera yo. Eso decía. Como en cierto momento percibí en su mirada cierta curiosidad hacia mi persona le expliqué que, por mi profesión, había estado cerca de la Muerte tantas veces que dificilmente podía la situación presente alterarme el sistema nervioso. Durante toda la conversación nos estuvo acompañando el golpeteo de los carpinteros que montan el cadalso a los pies de mi ventana. El señor Villodres, quedó tan afectado por la corta visita que se vio obligado a hacerme que cuando el guardia, atendiendo a su llamada, ha abierto la puerta del calabozo para que saliera pensé que iba a caer desmayado antes de llegar al umbral de la misma. Y el caso no es para menos: dentro de algunas horas él será quién tenga que cerrar mi ataúd sobre mi amoratado cadaver aún caliente. Cuando he terminado de firmar el último de los documentos que me ha presentado, le ahorro la desagradable sensación de apretar entre las suyas las manos de un ahorcado y lo despido con una sonrisa.









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