Creo
haberles dicho ya a ustedes al comienzo de este relato que la vida no me dio la
oportunidad de conocer a mi madre, pues han de saber que al poco de nacer yo, a
ella, con ser joven y todo se la llevaron los diablos a lomos de unas malignas
fiebres que por entonces asolaban aquellas tierras; no bajaba ningún año
de la centena el número de mis paisanos que se iban de este mundo con los pies
por delante; unas veces eran los mismos pozos de agua, (que se corrompían por
la falta de lluvias) los que nos daban a beber la propia Muerte, y otras, esta
señora de la guadaña que les acabo de nombrar nos entraba por el mismísimo
Puerto a bordo de los barcos procedentes de los rincones más lejanos y
profundos del Mediterráneo, sobre todo turcos y chipriotas;
El caso es que en mi pueblo los sepultureros municipales nunca han dado abasto abriendo tanta fosa y enterrando tanto muerto; cientos y cientos de paisanos míos, son los que, por estar llenos a rebosar los nichos del cementerio viejo de San Rafael, han sido enterrados en las playas de La Caleta en sucesivas oleadas de epidemias; yo mismo, siendo niño, he jugado muchas veces con alguna calavera que el temporal de Levante desenterraba lanzándola una y otra vez contra el espigón en un macabro juego de pelota que sonaba a nuez vacía y que terminaba por convertir a tan noble osamenta en un montón de astillas donde dificil era reconocer que alguna vez se había alojado la inteligencia y el raciocinio. La gente, sin duda que con la mejor intención, las tomaban para colgarlas como exvotos en los altares de las iglesias, y hasta los sacristanes hacían sus negocios vendiendo los despojos de estos desgraciados, despojos que (ya he dicho para qué) las parroquianas les quitaban de las manos pagando por ellos sus buenas piezas de a ocho, o real de a ocho que como ustedes no ignoran las acuñaba nuestro santísimo rey con la mejor plata traída del Perú, de las minas de un lugar llamado Potosí que yo he tenido ocasión de visitar en uno de mis viajes a América portando la siniestra mercancía por la que me condenan los jueces de su Graciosa Majestad Británica, la fructifera carga de ébano si me permiten el eufemismo. Pero, a lo que iba: Una mañana de Corpus, el Obispo, cansado ya de ver aquel rosario de cuencas vacías colgado de las paredes de los templos de su Diócesis, se cubrió con sus mejores galas y se dirigió seguido por todo su colegio episcopal hacia aquellos arenales, y desde la Puerta del Mar hasta el fielato del Camino de Ronda, todo ese trozo de playa lo vacunó contra la rapiña de sus feligreses regándolo con sus buenas veinte arrobas de agua bendita que se trajeron desde el Convento de las Carmelitas que por entonces reposaba sus viejos muros contra las piedras de la Puerta Vieja de Granada, y cuya priora, desde el mismo día en que tomó los hábitos en Santa María la Real de Burgos, tenía la gracia de amanecer cada Viernes Santo, con las cinco llagas de Cristo sangrándole por sus propios cueros a lo que debía el convento la buena fama de sus aguas que, en pequeños recipientes no faltaba en cada hogar de la ciudad.
El caso es que en mi pueblo los sepultureros municipales nunca han dado abasto abriendo tanta fosa y enterrando tanto muerto; cientos y cientos de paisanos míos, son los que, por estar llenos a rebosar los nichos del cementerio viejo de San Rafael, han sido enterrados en las playas de La Caleta en sucesivas oleadas de epidemias; yo mismo, siendo niño, he jugado muchas veces con alguna calavera que el temporal de Levante desenterraba lanzándola una y otra vez contra el espigón en un macabro juego de pelota que sonaba a nuez vacía y que terminaba por convertir a tan noble osamenta en un montón de astillas donde dificil era reconocer que alguna vez se había alojado la inteligencia y el raciocinio. La gente, sin duda que con la mejor intención, las tomaban para colgarlas como exvotos en los altares de las iglesias, y hasta los sacristanes hacían sus negocios vendiendo los despojos de estos desgraciados, despojos que (ya he dicho para qué) las parroquianas les quitaban de las manos pagando por ellos sus buenas piezas de a ocho, o real de a ocho que como ustedes no ignoran las acuñaba nuestro santísimo rey con la mejor plata traída del Perú, de las minas de un lugar llamado Potosí que yo he tenido ocasión de visitar en uno de mis viajes a América portando la siniestra mercancía por la que me condenan los jueces de su Graciosa Majestad Británica, la fructifera carga de ébano si me permiten el eufemismo. Pero, a lo que iba: Una mañana de Corpus, el Obispo, cansado ya de ver aquel rosario de cuencas vacías colgado de las paredes de los templos de su Diócesis, se cubrió con sus mejores galas y se dirigió seguido por todo su colegio episcopal hacia aquellos arenales, y desde la Puerta del Mar hasta el fielato del Camino de Ronda, todo ese trozo de playa lo vacunó contra la rapiña de sus feligreses regándolo con sus buenas veinte arrobas de agua bendita que se trajeron desde el Convento de las Carmelitas que por entonces reposaba sus viejos muros contra las piedras de la Puerta Vieja de Granada, y cuya priora, desde el mismo día en que tomó los hábitos en Santa María la Real de Burgos, tenía la gracia de amanecer cada Viernes Santo, con las cinco llagas de Cristo sangrándole por sus propios cueros a lo que debía el convento la buena fama de sus aguas que, en pequeños recipientes no faltaba en cada hogar de la ciudad.
Hasta
se llegó a pasear por las playas profanadas al Cristo de la Epidemia, uno de
los más antiguos de la diócesis y que se ganó el dicho sobrenombre en una de
las más fuertes oleadas de peste negra que arribaron a sus costas y que acabó
con más de la mitad de la población.
Pero...esperen
un momento...les he dicho a ustedes que todo este aparato de bendiciones y
cantos se hizo una mañana de Corpus, y no es verdad, y es que los martillazos
de ese señor Pitt sobre la madera me hacen perder muchas veces el hilo de mis
pensamientos. No, no fue la mañana de Corpus cuando se les dio agua bendita al
osario de la Caleta sino el día antes, mejor dicho, la noche antes, la noche
vispera del Corpus, y se quemaron por lo menos doscientos cirios de casi tres
libras cada cirio que el mayordomo del Obispo trajo desde Villanueva de Mesía
donde se cosechaba la mejor cera de la provincia de Málaga. Toda la noche se
estuvieron cantando requiems y orapronobis con los cirios llorando cera sobre
aquellos benditos huesos, lo que dejó al populacho del todo impresionado.
Precisamente la última bruja que mandó quemar la Inquisición en la Plaza de la
Alhóndiga fue una gitana vieja, natural de Antequera, que todos los años, por
las fiestas de los Difuntos se dejaba caer por estas playas y andaba toda la
noche recolectando huesos de aquellos apestados para molerlos y hacer con ellos
unos ensalmos, bebedizos y cataplasmas con los que aseguraba curar la mar de
males; nadie conoció nunca su nombre cristiano, todos la llamaban la
tía del Brujón por un bulto gordo que tenía en el cuello, y su muerte,
adornada con algunos trozos de su vida iba ensartada en unos fandanguillos que
se cantaban en las noches de verano por todos los patios de corrales desde el
Perchel hasta la Trinidad. Siendo yo, ya piloto naval y navegando como segundo
oficial en una balandra que hacía la ruta de Marsella a Gibraltar transportando
vino, y habiendo tocado Puerto en Málaga oí esta coplilla cantada por unas
gitanas en una taberna.
...Y
en cuanto a lo de conocer a mi padre, ya les he dicho cómo la chusma, sedienta
de sangre francesa, asaltó los calabozos del Corregidor de Jaén y sirviéndose,
los hombres de los aperos de labranza y las mujeres del primer objeto ofensivo
que encontraron por sus casas, en la misma plaza mayor, les dieron a todos
aquellos desgraciados la muerte más horrible que cabe imaginar, ahogando la
jauría con sus aullidos de venganza los gritos que, implorando clemencia,
soltaban en su propia lengua aquel atajo de infelices. Ya les digo, todo el mal
que mi padre hubiera podido hacer en estas tierras lo pagó con creces entre las
murallas de aquella ciudad; y por las noticias que luego, en mis años de
navegación, tuve oportunidad de recoger de labios de viejos marineros antiguos
soldados napoleonicos, no fue Jaen la única ciudad que dio muestras de tan
salvaje comportamiento. Y he de agradecerle, a mi padre, (a pesar del origen
tan poco edificante de mi concepción y nacimiento) que, al menos antes de
abandonar la ciudad con su regimiento tuviese la prudencia de registrarme en el
Juzgado con mis dos apellidos y depositarme en el torno del Hospicio Provincial
con algunas onzas de oro destinadas a que se me asignara una nodriza de
generosas ubres que inyectara en mi debilitado cuerpecillo las proteinas
suficientes para arrancarme a andar por los pellejos de esta tierra.
De
los años más tiernos de mi infancia no guardo memoria alguna; y digo yo que
mejor será así, pues no creo que me sucedieran en mi corta biografía
acontecimientos dignos de ser recogidos en estos papeles perteneciendo como
pertenecía yo a la canalla huérfana que entre las paredes de aquel viejo
hospicio encontraban comida y cama gracias a la beneficiencia municipal. Del
trato recibido por aquellos buenos curas que nos educaban desde que tuve conciencia
de ello y memoria para recordarlo no puedo tener queja alguna, y la comida,
gracias a los donativos que daban las clases pudientes de la ciudad cubrían de
una manera bastante digna los huecos de nuestras tripas pues recibían la ración
diaria suficiente como para sostenernos sobre nuestros pies durante las muchas
horas que andábamos fuera del catre. Con siete años hice la Primera Comunión y
me seleccionaron para formar parte del Coro de la Catedral que lo dirigía
entonces un exclaustrado vasco que había hecho toda la campaña carlista del
norte, nunca nos dijo en cual de los dos bandos; era natural de Vera del
Bidasoa. Uno de sus dos apellidos era, creo, Eizaguirre, o algo así; le costaba
trabajo reprimir su inclinación hacia las mujeres y por los años en que yo
abandonaba el Hospicio para marchar a estudiar a Cadiz, este tal Eizaguirre,
por consejo de su Obispo colgó los hábitos y marchó a probar fortuna a las
colonias.
Creo
que eran los martes y los viernes cuando teníamos ensayo general en la propia
catedral. Esos días suponían para todos nosotros, quiero decir, para los
hospicianos que integrábamos la élite de los niños cantores, suponían una
verdadera fiesta. La puerta trasera de la Catedral, se llamaba, con toda
justicia Puerta del Hospicio pues al pie de esa puerta nacía una corta y
estrecha callejuela que moría en la cancela de la benéfica institución que nos
acogía y que lógicamenge se llamaba Calle del Hospicio. La he recorrido tantas
veces durante mis años de orfanato que recuerdo perfectamente cada una de las
casas que guardaban sus aceras. Cerca de la catedral había una tienducha
pequeña y oscura, donde se vendían toda clase de objetos relacionados con el
culto religioso, desde rosarios confeccionados con ciertas semillas olorosas
que venían de las colonias, hasta imágenes de santos, labradas en madera con
mucha habilidad por un tallista que tenía su taller cerca de la Aduana, en el
Pasillo de Santa Isabel. La tienda era regentada por la viuda de un militar de
fuerte graduación que había fallecido en combate durante un levantamiento
independentista en las colonias americanas. Se llamaba doña Afriquita, era
natural del Presidio de Ceuta, y tenía un tic nervioso en la mandíbula que no
podía reprimir y que la presentaban siempre con una falsa sonrisa en los
labios. Cuando ya de mayor, en mis años de marino, tuve ocasión de ver el
rostro de la muerte una y otra vez con ocasión del fallecimiento de algún
miembro de mi tripulación o la de alguno de aquellos negros que traíamos desde
las costas africanas; fue entonces cuando descubrí que la sonrisa con la que
morimos todos era la misma que yo veía dibujada en el rostro de aquella viuda;
un médico forense me explicó que esa falsa sonrisa, al menos en los cadáveres
se debe al estiramiento de los músculos de la cara cuando comienza a aparecer
en el muerto el conocido rigor mortis. Doña Afriquita atendía personalmente la
tienda y tenía como ayudante a una niña del Hospicio que se llamaba Conchi, muy
guapa y con la que tuve algunos amoríos antes de abandonar Málaga. A mitad de
la calle había, creo, una bodega propiedad de unos hermanos cordobeses; en esta
bodega se abastecían los seminaristas de unas botellitas de vino de
málaga cuando bajaban del Seminario cada quince días, para asistir a
unos sermones que el obispo daba en la catedral. Con las campanadas de la
primera misa que retumbaban como cañonazos celestiales en los pórticos del
Hospicio tal era la cercanía entre los dos edificios solo separados por la
llamada Callejuela del Hospicio, ya estábamos todos en una fila y con la bolsa
de la comida donde nos habían preparado un trozo de pan blanco, una naranja y
un puñado de higos secos, y para el agua tenía cada uno colgado de la cintura
un jarrillo de lata para saciar la sed en la Fuente del Grillo que se encontraba
-y todavía estará- en la Plazuela del Obispo. Nunca supe por qué la llamaban la
fuente del Grillo.
Aunque cantar en el coro de la iglesia me gustaba mucho, aún me gustaba más las correrías por el puerto y por las proximidades de El Faro, los días que por cualquier circunstancia no acudía nuestro director a la cita con las musas. Pasábamos entonces la tarde, completamente a nuestro aire saltando entre las barcazas de los pescadores, con los pies descalzos, los pantalones arremangados y la bata de hospiciano enrollada en nuestras cabezas de tal forma que más pareciamos moriscos que cristianos bautizados y confirmados. Entre todas las embarcaciones que frecuentaban el pequeño muelle había una que atraía nuestra atención; se trataba de una goleta con el casco pintado de azul y un sol con ojos y labios sonrientes pintado doble en sus amuras. Se llamaba <> y por las cuerdas que lo unían al noray del muelle trepábamos como las ratas; nos subíamos a las vergas y sentados allá arriba pasábamos la tarde soñando con travesías lejanas e islas imposibles; al final siempre ocurría que me quedaba solo yo a bordo de la goleta y terminaba por subirme al palo más alto y allá me quedaba teniendo las partes más altas de la ciudad a mi propio nivel. Cuando comenzaba a atardecer, y el ojo de El Faro comenzaba a teñirse de color rosa herido con los rayos del sol de poniente bajaba de mi mirador y me iba solo al Hospicio al que entraba por una puertecilla lateral que daba a la cocina y de cuyo secreto era yo el único poseedor entre todos los hospicianos. Estas escapadas al Puerto fueron conformando mi vocación de marino y tenía decidido embarcarme en uno de los buques que hacían la ruta del Atlántico cuando abandonara el hospicio.
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